"(...) La transición es fácil. Se establece como axioma que la condición necesaria y suficiente para que el partido sirva eficazmente a la concepción del bien público con miras al cual existe es que posea una gran cantidad de poder.
Pero ninguna cantidad finita de poder puede considerarse de hecho suficiente, sobre todo una vez que se ha obtenido. El partido se encuentra de hecho, por efecto de la ausencia de pensamiento, en un estado continuo de impotencia que atribuye siempre a la insuficiencia del poder del que dispone. Aunque fuera dueño absoluto del país, las necesidades internacionales imponen límites estrechos.
Así, la tendencia esencial de los partidos es totalitaria, no sólo respecto a una nación, sino respecto al globo terrestre. Precisamente el hecho de que la concepción del bien público propia de tal o cual partido sea una ficción, una cosa vacía, sin realidad, es lo que impone la búsqueda del poder total. Toda realidad implica por sí misma un límite. Lo que no existe en absoluto nunca es limitable. Es por esto por lo que hay afinidad, alianza, entre el totalitarismo y la mentira.
(...)
El temperamento revolucionario lleva a concebir la totalidad. El temperamento pequeño-burgués lleva a instalarse en la imagen de un progreso lento, continuo y sin límite. Pero en ambos casos el crecimiento material del partido se convierte en el único criterio con respecto al cual se definen en todas las cosas el bien y el mal.
Exactamente como si el partido fuese un animal que hay que engordar y el Universo hubiera sido creado para hacer que engordara.
No se puede servir a Dios y a Mammon. Si se tiene un criterio del bien distinto del bien, se pierde la noción del bien.
Desde el momento en que el crecimiento del partido constituye un criterio del bien, se produce inevitablemente una presión colectiva del partido sobre los pensamientos de los hombres. Esta presión se ejerce de hecho. Se despliega públicamente. Es reconocida, proclamada. Esto nos horrorizaría si la costumbre no nos hubiera endurecido tanto.
Los partidos son organismos pública y oficialmente constituidos para matar en las almas el sentido de la verdad y de la justicia.
La presión colectiva se ejerce sobre el gran público mediante la propaganda. El fin confesado de la propaganda es persuadir, no comunicar la luz. Hitler ha visto muy bien que la propaganda es siempre un intento de esclavizar a los espíritus. Todos los partidos hacen propaganda. El que no hiciera propaganda desaparecería, porque los demás la hacen. Todos confiesan que hacen propaganda. Ninguno es tan audaz en la mentira hasta el punto de afirmar que se propone educar al público, que forma el juicio del pueblo.
Los partidos hablan, es cierto, de educación con respecto a los que han acudido a ellos, simpatizantes, jóvenes, nuevos afiliados. Esta palabra es una mentira. Se trata de un adiestramiento para preparar un dominio mucho más riguroso del partido sobre el pensamiento de sus miembros.
(...)
Es imposible examinar los problemas tremendamente complejos de la vida pública poniendo atención a la vez, por una parte, en discernir la verdad, la justicia y el bien público, y, por otra, en conservar la actitud que conviene a un miembro de tal o cual grupo. La facultad humana de atención no es capaz de centrarse simultáneamente en estas dos preocupaciones. De hecho, quien se concentra en una abandona la otra.
Pero ningún sufrimiento espera al que abandona la justicia y la verdad. En cambio el sistema de partidos inflige las penalizaciones más dolorosas por la indocilidad. Penalizaciones que afectan a casi todo -la carrera, los sentimientos, la amistad, la reputación, la parte exterior del honor, y a veces incluso la vida familiar-. El partido comunista ha llevado el sistema a su perfección.
(...)
Incluso en aquel que interiormente no cede, la existencia de penalizaciones falsea inevitablemente el discernimiento. Pues, si quiere reaccionar contra el dominio del partido, esta voluntad de reacción es en sí misma un móvil ajeno a la verdad del que hay que desconfiar. Pero esta desconfianza también lo es; y así sucesivamente. La atención verdadera es un estado tan difícil para el hombre, tan violento, que toda alteración personal de la sensibilidad basta para obstaculizarla. De ello resulta la obligación imperiosa de proteger tanto como se pueda la facultad de discernimiento que uno lleva en sí mismo contra el tumulto de las esperanzas y de los temores personales.
(...)
Cuando en un país hay partidos, de ello resulta tarde o temprano un estado de hecho tal que es imposible intervenir en los asuntos públicos sin entrar en un partido y jugar el juego. Todo aquel que se interesa por la cosa pública desea interesarse por ella eficazmente. Así, los que sienten la preocupación del bien público, o bien renuncian a pensar en ello y se ocupan de otra cosa, o bien pasan por el aro de los partidos. También en este caso les vienen preocupaciones que excluyen la del bien público.
Los partidos son un maravilloso mecanismo en virtud del cual, en toda la extensión de un país, no hay nadie que preste su atención al esfuerzo de discernir, en los asuntos públicos, el bien, la justicia y la verdad.
De ello resulta que -salvo un número muy pequeño de coincidencias fortuitas- no se deciden y ejecutan más que medidas contrarias al bien público, a la justicia y a la verdad.
Si se confiara al diablo la organización de la vida pública, no podría imaginar nada más ingenioso.
Si la realidad ha sido un poco menos sombría es que los partidos aún no lo habían devorado todo. Pero, de hecho, ¿ha sido un poco menos sombría?¿No era exactamemte tan sombría como el cuadro aquí esbozado? ¿El resultado no lo ha demostrado?
Hay que reconocer que el mecanismo de opresión espiritual y mental propio de los partidos fue introducido en la historia por la Iglesia Católica en su lucha contra la herejía.
Un convertido que entra en la Iglesia -o un fiel que delibera consigo mismo y decide permanecer en ella- ha visto en el dogma una verdad y un bien. Pero al cruzar el umbral hace al mismo tiempo profesión de no ser objeto de los 'anathema sit', es decir, de aceptar en bloque todos los artículos llamados "de fe estricta". Estos artículos, no los ha estudiado. Una vida entera no bastaría para ese estudio, ni siquiera con un alto grado de inteligencia y de cultura, ya que implica el estudio de las circunstancias históricas de cada condena.
¿Cómo adherirse a unas afirmaciones que uno no conoce? Basta con someterse incondicionalmente a la autoridad de la que emanan.
Por eso Santo Tomás no quiere sostener sus afirmaciones más que con la autoridad de la Iglesia, con la exclusión de todos los demás argumentos. Porque -dice- no se necesita más para los que la aceptan; y ningún argumento convencerá a los que la rechazan.
Así la luz interior de la evidencia, esa facultad de discernimiento concedida desde arriba al alma humana como respuesta al deseo de verdad, es desechada, condenada a las tareas serviles, como hacer sumas, excluida de todas las investigaciones relativas al destino espiritual del hombre. El móvil del pensamiento ya no es el deseo incondicionado, no definido, de la verdad, sino el deseo de la conformidad con una enseñanza establecida de antemano (...)"
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