Gnosis, gnosticismo y gnósticos
El autor tiene la delicadeza de empezar la Introducción ―páginas 17 y 18― definiendo los conceptos. De gnosis se explica que «es un vocablo griego que significa conocimiento en cuanto opuesto a ignorancia», y precisa que «en la historia de las religiones suele entenderse por gnosis el conocimiento de lo divino que trasciende a la fe religiosa común, ya que tal conocimiento (presenta la peculiaridad de que) es directo: procede de la divinidad o divinidades por revelación de estas». Los que se sienten poseedores de tan formidable privilegio, por sí mismos o por intermediación de un maestro, se llaman a sí mismos «gnósticos». Esto explica, por cierto, que los que no conocen una cosa se declaren agnósticos, puesto que no estamos hablando de un conocimiento científico y adquirido por medio del estudio ―que sería la episteme―, sino de algo que pudiera parecerse a la intuición.
Al conjunto de estas ideas, que surgen cuando ya se ha asentado la escritura, y que se suelen plasmar en textos literarios, se lo conoce como «gnosticismo», según palabra acuñada en el siglo XVIII.
Puede ocurrir, además, que estos planteamientos gnósticos se desarrollen en desviaciones de religiones ya constituidas o que, por el contrario, nazcan al margen de estas, como una creencia autónoma. En este último caso, los privilegiados ―los gnósticos― pensarán acerca de los que no lo son que «tienen de ellos (los textos) un conocimiento superficial, que los comprenden mal o, sencillamente, que no los entienden en absoluto. La buena y recta comprensión de los textos sagrados junto con la divinidad que los ha revelado, es el conocimiento de lo (que permanece) oculto para el común de los mortales».
Así las cosas, sucede lo siguiente:
La gnosis, como fenómeno religioso general, es un fenómeno espiritual que se repite en tiempos, culturas o religiones diversas. Por ejemplo, la gnosis islámica es el sufismo; la gnosis hindú está recogida en las Upanishad; hay muchos aspectos gnósticos en el maniqueísmo y el mazdeísmo; la cábala (…) (es) una gnosis medieval judaica. En el catarismo hay también claras reminiscencias gnósticas.
Ni que decir tiene que, si cada religión cuenta con una ortodoxia ―la verdad declarada como oficial― y los gnósticos no participan de ella, estaremos ante heterodoxos que incluso podrán ser acusados de herejes, por más que los gnósticos jamás se consideren a sí mismos de esa manera; antes al contrario.
Sobre el cristianismo primitivo
En la historia de las religiones o de las ideas religiosas ―en cierto sentido, y a partir de Reinhart Koselleck, algo que pudiera considerarse una especialidad dentro del marco general de la historia de los conceptos―, ha habido pocas ocasiones de tanta pluralidad como el cristianismo primitivo, es decir, los cuatro o cinco primeros siglos, hasta los Concilios de Nicea (325) y Constantinopla (381) o incluso Efeso (431) y Calcedonia (451).
Aun quedando todavía muchos siglos para Johannes Gutenberg, es lo cierto que escritos hubo muchísimos. Las cartas de Pablo de Tarso a los habitantes de las ciudades por las que iba haciendo proselitismo fueron sólo algunos de ellos: la primera fue la que dirigió a los de Tesalónica, que se estima que lleva una fecha entre los años 49 a 51. Los Evangelios ―los cuatro canónicos― vinieron más tarde, entre los años setenta y ochenta.

Bien lo ha recogido Eva Tobalina en página 252 de Los caminos de la seda, La historia del encuentro entre Oriente y Occidente, otro libro muy notable de 2025, al hilo de Mani, el profeta iraní del siglo III, nacido hacia al año 26 a orillas del río Tigris: «Corrían los últimos años del Imperio parto y la región en torno a Babilonia, Seleucia-Ctesifonte era un hervidero de gentes y de religiones llegadas del Mediterráneo, Asia Central y el subcontinente indio. Allí se arremolinaban zoroástricos, judíos, cristianos, budistas, paganos… y un sinfín de sectas y de movimientos religiosos como los gnósticos, en un ambiente de extraordinaria efervescencia espiritual. El maniqueísmo, una religión que era esencialmente una mezcla de otras, sólo fue posible en ese contexto de mestizaje religioso, tan característico de las regiones que rodeaban la Ruta de la Seda. De hecho, el padre de Mani procedía de Ecbatana, en los Zagros ―la cadena montañosa del este de Mesopotamia, que hoy separa Irak e Irán―, y la familia era de ascendencia persa, pero había abandonado las creencias zoroástricas para entrar a formar parte de una secta, los elcasaítas, de origen judeocristiano. Fue en esta comunidad elcasaita donde el joven Mani pudo familiarizarse con la Biblia y la figura de Jesús, que estaba llamada a tener un papel protagonista en el maniqueísmo».
¿Quién y qué era Jesús? ¿Un profeta? ¿Hijo de Dios? ¿Dios él mismo? ¿Qué significa «hijo del hombre»? ¿Tenía dos naturalezas o una? ¿A cuál de ellas se refiere la resurrección? Opiniones hubo dentro del cristianismo para todos los gustos hasta que en los citados Concilios se declaró ganadora la recogida en el Credo, o sea, la existencia de la Santísima Trinidad: el misterio de los misterios, el Dios a la vez uno y trino. Pero, para alcanzar ese resultado, hubo que dejar de lado ―desautorizar, si se quiere emplear esa palabra― otras muchas corrientes y opiniones. En síntesis, puso sobre la mesa que entre el Dios del Antiguo Testamento ―el de la justicia severa y por tanto, la ira, la conflictividad y la falta de misericordia― y el que se deriva de las enseñanzas de Cristo existía una contradicción insalvable.
En aquella época se hablaba mucho de la parusía, la nueva bajada de Cristo al mundo, que muchos consideraban inminente. Contra ellos se manifestó el propio Pablo en una carta a los Tesalonicenses, ya del año 51: «Con respecto a la venida de nuestro Señor Jesucristo y nuestra reunión con él, os rogamos, hermanos, que no os dejéis mover fácilmente de vuestro modo de pensar, ni os conturbéis, ni por espíritu, ni por palabra, en el sentido de que el día del Señor está cerca. Nadie os engañe en ninguna manera; porque no vendrá sin que antes venga la apostasía, y se manifieste el hombre de pecado, el hijo de perdición». Pero hubo que esperar más de un siglo hasta que, sobre el año 160 o 170, en Ardabau, en Frigia (en el interior de la península de Anatolia), un hombre llamado Montano se sintiera transportado a estados de éxtasis durante los cuales profetizaba la cercanía del final del mundo, ordenando que se reunieran en un lugar determinado para esperar a Cristo y entre tanto vivieran de manera ascética, al modo de los antiguos espartanos. De sus enseñanzas surgieron los llamados «montanistas», que contaron entre sus filas con mujeres como Prisca y Maximilia, y que, en cierto sentido, fueron también continuadores de los profetas de los que están atiborrados los relatos del Antiguo Testamento, empezando por los mismísimos Abraham y Moisés.
Tampoco puede olvidarse el contexto geopolítico ―vamos a utilizar otra palabra actual― en el que se estaba: los judíos se habían alzado varias veces contra la potencia imperial romana ―que, desde la muerte de Herodes el Grande, el típico rey cliente, había pasado a gobernar el territorio de manera directa―, pero siempre habían salido severamente derrotados. La primera ocasión tuvo lugar entre 66 y 73, con el resultado de la destrucción por Tito ―luego llamado a ser emperador, tras su padre Vespasiano― del segundo Templo de Jerusalén; la segunda, la Guerra de Kitos (115-117); y la tercera y más famosa, la rebelión de Bar Kojba de 132 a 135. Todo ello hizo que los cristianos ―palabra entonces de nueva planta― pensasen que lo mejor que podían hacer era tomar distancias con el grupo del que hasta entonces formaban parte. Y aun sabiendo que, en Roma, donde eran cada vez más numerosos y por tanto representaban mayor peligro, lo que les podía esperar era el martirio. Es ahí donde hay que entender las figuras de Simón el Mago ―el que da origen a la palabra simonía―, fallecido en 65 o, un poco más tarde, Clemente, a quien se considera el cuarto de la lista de Papas y del que la leyenda afirma que murió martirizado en el año 97.
Eso, en cuanto al tal contexto geopolítico. Si a lo que vamos es a lo ideológico, apenas habrá que recordar que el helenismo, o la helenización o como se le quiera llamar, seguía representando la ideología dominante, con Platón (o sea, el idealismo) como figura estelar. Fue en ese contexto cuando empezaron a seleccionarse los escritos existentes para acabar dejando como canónicos a los 46 que componen el Antiguo Testamento, para postergar todo lo demás al ominoso terreno de lo apócrifo. Figura esencial al respecto fue Ireneo de Lyon (140-202), no en vano distinguido mucho más tarde (por el Papa Francisco, fallecido en este mismo 2025) como Doctor unitatis, Doctor de la unidad.
En esa misma corriente deben mencionarse Justino Mártir (c. 114-162 168) y Orígenes de Alejandría (184-253). Y también Tertuliano (160-220), aunque con matices, porque en la época final de su vida se adhirió, al parecer, al montanismo. Y sucede ―es lo que nos concierne ahora― que, aun con profundas diferencias entre ellos, todos se manifestaron con vehemencia contra los gnósticos: el enemigo común, del que suele destacarse a Valentín.
El oficialismo ―vamos a recoger de nuevo una palabra de hoy―, recogido en 325 en el Credo de Nicea, declaró lo que sabemos. De un lado, «creemos en un solo Dios, Padre todopoderoso, creador de todas las cosas visibles e invisibles». Pero también somos creyentes «en un solo señor Jesucristo, el Hijo de Dios; unigénito nacido del Padre, es decir, de la sustancia del Padre; Dios de Dios, luz de luz, Dios verdadero de Dios verdadero; engendrado, no creado; de la misma naturaleza del Padre; (…) que por nosotros los hombres y por nuestra salvación bajó y se encarnó y se hizo hombre, padeció y resucitó al tercer día, subió a los cielos, y vendrá a juzgar a vivos y muertos»: es la conocida tesis de la homousias o naturaleza idéntica entre el Padre y el Hijo. Aunque sucede que todavía hay un tercero, el Espíritu Santo, del que entonces todavía no se proclamó la referencia ―en latín― de que procedía tanto del Padre como del Hijo, el famoso filioque que tantos quebraderos de cabeza estaba llamado a dar.

Eso en Nicea, y luego en Constantinopla quedaban condenados como herejes ―ahora ya sin duda― los partidarios del arrianismo, del macedonianismo, del apolinarismo y del maletanísmo. Herejes o al menos, como diría don Marcelino, heterodoxos, aunque desde luego con capacidad de mostrarse muy activos.
Nag Hammadi
Recordar todo esto resulta necesario para que el lector (el no especialista, aunque sí medianamente culto) pueda poner en su sazón el libro de Antonio Piñero que constituye el objeto de estas líneas: el contenido de las doctrinas del gnosticismo cristiano.
Sucede que muchos de sus textos fueron desconocidos durante siglos, mientras que los de sus contradictores sí gozaban de absoluta publicidad y notoriedad: así, Ireneo, los cinco tomos de Contra las herejías, cuyo título completo es Desenmascarar y refutar la falsamente llamada Ciencia. Por su lado, Tertuliano escribió una obra de título aún más expresivo: Contra los valentinianos. O, antes, el mismo Pablo, ya desde la Primera Epístola a los Corintios, que se manifestaba contra los gnósticos de aquella ciudad, que negaban una futura resurrección del cuerpo y afirmaban que la única posible ―la del alma― ya se había producido.
El feliz hallazgo de los escritos gnósticos tuvo lugar casualmente en diciembre de 1945 en la pequeña ciudad egipcia de Nag Hammadi. Son trece rollos de papiro, escritos en copto en torno al siglo III después de Cristo, que se encuentran hoy en día en el Museo de El Cairo. Los más importantes son, por ceñirse sólo a unos cuantos, los siguientes:
― Evangelio de Tomás.
― Apócrifo de Santiago.
― Primer Apocalipsis de Santiago.
― Segundo.
― Apocalipsis copto de Pablo.
― Segundo tratado del Gran Set.
― Oración de Pablo.
― Evangelio apócrifo de Juan.
― Apocalipsis de Adán.
― Evangelio de Felipe.
― Carta de Pedro a Felipe.
― Evangelio de Valentín.
Ni que decir tiene, visto su contenido poco o nada conforme con lo que luego se ha entendido como ortodoxia, que, si Ireneo los hubiese conocido, los habría calificado ―o descalificado― de apócrifos sin pestañear. Ventajas de haber permanecido en una cueva durante tantos siglos.
El hallazgo (comparable en importancia al de los manuscritos del mar Muerto: la arqueología documental es lo que tiene) fue muy celebrado y dio lugar, en 1966, a una reunión en Mesina (Sicilia) con el nombre de «Coloquio internacional sobre los orígenes del gnosticismo», donde se puso de relieve lo difícil buscar confines al movimiento, así en lo geográfico (de hecho, hubo ponencias específicas sobre sus orígenes en la actual Irán, Mesopotamia y Egipto) como en lo cronológico, al grado de haberse acuñado la noción de lo protognóstico, entendido como lo «incipiente o germinal, es decir, movimientos espirituales que están impregnados por una actitud similar a la que caracteriza a los sistemas gnósticos consagrados».
Eliane Pagels, californiana nacida en 1943, profesora de historia de las religiones en Princeton, es autora de Los evangelios gnósticos, traducido al castellano en 1982 y reeditado hace poco, en 2022. Sus conclusiones, después de un análisis exhaustivo y con multitud de citas de estudiosos del siglo XX y también del XIX, ponen de relieve que «los descubrimientos hechos en Nag Hammadi representan cuestiones fundamentales. Sugieren que el cristianismo primitivo podía haberse desarrollado en direcciones muy distintas; o que el cristianismo tal como lo conocemos podía no haber sobrevivido en absoluto. De haber seguido siendo multiforme, cabe la posibilidad de que el cristianismo hubiese desaparecido de la historia, junto con docenas de cultos religiosos que rivalizaron con él en la antigüedad». Para terminar con un canto a la jerarquía y al cabo a la centralización: «Creo que la supervivencia de la tradición cristiana se la debemos a la estructura organizativa y teológica creada por la iglesia naciente». Pero eso no significa que de esta «corriente suprimida» no hayan reaparecido algunos planteamientos en «los movimientos que surgieron de la reforma», con mención nominativa al bautista, el episcopaliano, el congregacionista, el presbiteriano y el cuáquero.
La estructura del libro de Piñero
Antonio Piñero (todo lo anterior no era sino una preparación para aterrizar aquí) editó en Gredos en 1983 dos volúmenes con el título de Los gnósticos. En 2009 vio la luz en Edaf Los cristianismos derrotados, uno de los cuales es obviamente el que nos ocupa. De 2016 es Gnosis, cristianismo primitivo y manuscritos del mar Muerto. Y en 2019, ya en Trotta, editó y publicó Textos gnósticos. Biblioteca de Nag Hammudi, con una introducción de su autoría.

Estamos por tanto ante un profundísimo conocedor de la materia y en general de todo el cristianismo de los primeros siglos, a un nivel que nadie en el mundo puede discutir. Si hubiera nacido en el lugar correcto, y no en Chipiona, contaría con el Premio Princesa de Asturias hace mucho tiempo. Y no digamos el de la Fundación BBVA, Fronteras del conocimiento. Pero la criatura se empeñó en venir al mundo en la provincia de Cádiz, y no quiso redimirse escribiendo en inglés: típicos errores se pagan caro. Y no será porque nuestro hombre ―sabio donde los haya― no se haya acreditado como un excelente divulgador, como lo muestran sus libros en coautoría con Juan Eslava Galán o, últimamente, la biografía de Herodes el Grande con José Luis Corral. Hasta eso ―divulgar― lo hace mejor que los que sí reciben (por tal motivo) las preseas.
En la Introducción del nuevo libro (págs. 17-55) confiesa cuáles son sus puntos de partida, a saber:
A) El judeocristianismo y luego el cristianismo no son en principio otra cosa que una rama o sector del judaísmo.
B) Del mismo modo, la gnosis cristiana no es más que una derivación de la gnosis judía, que fue una exégesis del Antiguo Testamento que adaptó los dogmas bíblicos a las categorías del pensamiento religioso-místico helenístico, basado principalmente en un pitagorismo y sobre todo en un platonismo vulgarizador.
C) El ámbito principal de esta reinterpretación es el origen del universo y, dentro de él, la existencia del ser humano junto con la aparición del mal en su entorno. La exégesis gnóstica judía versa fundamentalmente sobre los primeros capítulos del Génesis.
D) En lo que se refiere a las fechas, este movimiento se inicia en el siglo I d.C. (es posible que haya menos indicios en el siglo I a.C.) y, a través de la mística talmúdica, enlaza con el esoterismo judío medieval.
De Platón afirma Piñero que es «autor al que los gnósticos consideran inspirado por la divinidad, por lo cual intentan explicarlo en profundidad con la ciencia concedida por Dios a ellos solos. Particularmente importantes son las obras siguientes: el Timeo por sus obras sobre la creación del mundo; la República, en sus secciones cosmológicas y éticas; el Fedón, que explica la inmortalidad del alma; el Menón con su tesis esencial sobre la preexistencia de las almas, y la consecuencia de que el aprendizaje de la virtud o de la ciencia esté ligado al recuerdo que tiene el alma humana de una existencia anterior antes de ser arrojada a este mundo; el Fedro, con el mito del carro y aurigas celestes, y cómo la velocidad desbocada de los caballos explica cómo el alma cae desde el éter a la tierra».
Pero el libro es sobre todo una recopilación ―glosada, eso sí― de los propios textos gnósticos (págs. 59-417), con la siguiente estructura:
― A. Qué es la gnosis.
― B. Qué es y cómo se define el gnóstico. Precisión al relato básico del gnosticismo.
― C. Primeros principios.
― D. Cosmogonía/cosmología.
― E. Antropología.
― F. Doctrina sobre el Salvador y la salvación o soteriología.
― G. Escatología: doctrina sobre el final del universo y el destino del ser humano.
― H. Ética. Modo de vida del gnóstico.
― I. Comunidad, culto, sacramentos.
Y con un Epílogo (págs. 418 y 420), que merece una reproducción literal:
El sistema gnóstico es como un drama gigantesco que comporta cinco actos, con la idea subyacente de que los efectos perniciosos del Acto I no puedan atribuirse en modo alguno al Primer Principio. El Acto V con la aniquilación-desaparición de esos efectos perniciosos corrobora la intención subyacente del drama, puesto que todo lo ocurrido en el drama concluye con la vuelta al Inicio.
Acto I. La expresión de un Primer Principio solitario (Dios) en un universo (espiritual), no físico.
Acto II. Creación de un universo material que incluye a las estrellas, planetas, tierra (e infierno, en algunos sistemas).
Acto III. Creación de Adán, de Eva y de sus hijos.
Acto IV. Historia subsiguiente de la raza humana en la tierra.
Acto V. Aniquilación total de la materia. Retorno a un principio mejorado. Final glorioso y eterno de la aventura terrena de los espirituales, consustanciales con la divinidad.
Ahora bien:
Bajo este drama corre subterránea otra trama secundaria que habla de la pérdida y recuperación de una parte de la divinidad. Se halla dividida también en actos, y son cuatro.
Acto I. Expansión del poder divino para completar un universo espiritual.
Acto II. Pérdida, o robo, de una parte de este poder a cargo de un ser no espiritual (el Demiurgo).
Acto III. Engaño del Demiurgo (por Sabiduría) y transferencia de ese poder a una parte de la humanidad (los espirituales).
Acto IV. Recuperación gradual de ese poder hacia el pléroma [el principio gnóstico de plenitud] cuando los gnósticos son llamados por el Salvador y van retornando (tras su muerte a la divinidad).
No hace falta decir, una vez reproducidas esas palabras, que no estamos aquí ante el Piñero divulgador, precisamente. Justo lo contrario. Diríase que, si se trata de expresarse en términos crípticos (quizá inevitable cuando el objeto de la disertación es precisamente un conocimiento que se califica de oculto), nuestro hombre no sólo sabe hacerlo, sino que se recrea en ello: en la Introducción y en lo que acabamos de ver, el Epílogo y, más aún si cabe, en la glosa individualizada de cada uno de los textos gnósticos que han sido objeto de selección.
A modo de reflexiones finales
Para poner término a estas líneas, unas reflexiones de quien notoriamente no es especialista.
Lo primero de todo: celebrar que el estudio de estas materias se haya desconfesionalizado, es decir, que ya no sea monopolio de los curas. Estamos ante teodicea, en el sentido de Leibniz, que por cierto se dice pronto. La catequesis ―la propaganda, diríamos hoy― es algo muy respetable, pero su lugar está en las parroquias, y algo parecido cabría decir de manifestaciones de catolicismo tan populares y emocionantes como la Virgen de Guadalupe en México o la Macarena en Sevilla: su sitio en la vida no es el de los estudios intelectuales. El libro de Piñero es de un mérito sobrehumano, aunque ―lo mismo que Newton caminaba a hombros de gigantes y él lo explicaba como la clave de su éxito― debe entenderse como continuación de muchas obras anteriores. La teología protestante alemana del siglo XIX merece un reconocimiento propio.
Segundo, aunque sea descubrir un mediterráneo: hay que subrayar que esto del conocimiento oculto y reservado sólo a unos pocos (el esoterismo, que según el DRAE significa lo «oculto, reservado» y también «que es impenetrable o de difícil acceso para la mente», por mencionar sólo algunas de las cuatro acepciones) también existe en el mundo laico. La alquimia, por ejemplo, se define como el «conjunto de especulaciones y experiencias, generalmente de carácter esotérico, relativas a las transmutaciones de la materia, que influyó en el origen de la química». ¡Y qué no decir del arcano! Es un «secreto muy reservado y de importancia» y también equivale a «misterio, cosa oculta y muy difícil de conocer». Es noción que sobrevive en la normativa de secretos oficiales. La Ley 19/2013, de 9 de diciembre, de transparencia, acceso a la información pública y buen gobierno, tan moderna ella, contiene en el Art. 14 el listado de límites al derecho de acceso a esos datos y entre ellos cita «la garantía de la confidencialidad o el secreto requerido en procesos de toma de decisión». Lo oye uno con frecuencia cuando habla con políticos, que repiten con frecuencia obsesiva, casi paranoica, que «de esto que te digo no se puede enterar nadie» aunque lo que te estén contando sea el secreto del mismísimo Polichilena, ese entrañable personaje del género literario de ficción que en Italia se conoce como la comedia del arte.
Y tercero: si la Edad Media no empieza hasta 476 (ya se sabe: los bárbaros llegan a la Roma del pobre Rómulo Agústulo), precisamente el año del Código de Eurico, sucede que la época que ha estudiado este libro es todavía la Edad Antigua, aunque eso sí, en su fase final, los siglos II, III, IV y parte del V, lo que se conoce como la Antigüedad tardía, para decirlo con el título del libro de 1971 de Peter Brown, Late Antiquity, cuyo traductor a la lengua de Cervantes fue precisamente Antonio Piñero. Es quizá el momento sobre el que los profesionales de la historia (en singular, la historia de las ideas y también la historia de las mentalidades) ha profundizado menos, fuera de recordar con frecuencia a Milán (313) y a la derrota de Valente en Adrianlópolis (378). Y en Persia, claro está, a los sasánidas, el imperio de los iranios, que desde 224 habían sucedido a los partos. Gracias a Antonio Piñero ―ahora, como autor― nos vamos enterando de lo fascinante (y no sólo por las grandes migraciones que tuvieron lugar) que fue aquello: el nivel del debate intelectual era altísimo.
Y, ahora sí para terminar, volvamos, una vez más, a Platón. Recordemos la frase de Samuel Taylor Coleridge (1772-1834), según la cual «todos los hombres nacen aristotélicos o platónicos». Con razón Borges la celebraba tanto. Estamos en efecto ante la disyuntiva eterna entre lo idealista o lo materialista, elementos ―los dos― que seguramente aniden, aunque sea en proporción variable y además cambiante con el tiempo, en lo más recóndito de cada uno de nosotros, Borges inclusive.
Platón tiene severos detractores (para Karl Popper fue, sobre todo por el diálogo La República, el padre de los totalitarismos que se estaban sufriendo en 1945) pero también, al menos desde el punto de vista del reconocimiento intelectual, rendidos admiradores. Seguramente ambas opiniones no son, al menos desde el punto de vista ideológico, enteramente contradictorias: una presencia tan constante ―es lo único que señaló el socio de Bertrand Russell― puede igualmente serlo en lo nocivo.
Ahora nos lo encontramos también de la mano de Antonio Piñero, como inspirador de los gnósticos judeo-cristianos. Debe ser cierta (guste o no: cada quien es soberano en sus opiniones) la omnipresencia de Platón y su eternidad, sí.
Antonio Jiménez-Blanco Carrillo de Albornoz es catedrático de Derecho Administrativo.
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