CERVANTES, SIN AMENÁBAR
«A veces me pregunto si Bergman encuentra realmente la vida tan desesperada como nos la muestra en sus películas. Con razón o no, me parece que un artista optimista —a condición de que no se trate de un optimismo bobo, sino más bien de una especie de pesimismo superado— es más grande o más útil a sus contemporáneos que el nihilista, que el desesperado». (François Truffaut)
La razón por la que prefiero a Cervantes sobre cualquier otro escritor no es su eminencia estética: indiscutible, pero no superior a las de Dante o Shakespeare; tampoco su discernimiento y su potencia demiúrgica: grandiosos, pero acaso inferiores a los de Tolstói o Balzac. Más allá de sus excelencias literarias, hay en Cervantes una tácita y cálida superioridad cordial que no se halla en filántropos y espiritualistas estentóreos como Hugo o Dostoievski.
En la obra de un genio como Proust, aleación suprema de sensibilidad asimiladora e inteligencia imperial, asistimos con pasmo renovado a la reconstrucción de un mundo, al despliegue implacable de la vida y de la muerte; pero en el mundo de Cervantes –nimbado como ningún otro por una bonhomía que todo lo compadece, por la alegría luminosa, reconciliada y riente del 'pese a todo'– podemos vivir y querríamos morir.
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